¡amemos la verdad!: NO NEGUEMOS NI MINIMICEMOS LAS MALDADES
Decir que no existen ciertos atropellos a pesar de que sí han tenido lugar o relativizarlos contribuye a que no se puedan reparar los daños causados a las víctimas, así como a que se sigan cometiendo. Son un tapón que impide que todo fluya correctamente.
Un ejemplo típico de negacionismo es el de los turcos que afirman que no tuvo lugar el genocidio armenio. De hecho, decir lo contrario está criminalizado con pena de cárcel en Turquía. Otro mucho más extendido es afirmar rotundamente que los animales no sufren o no tienen nuestras emociones, obviamente sin haber dedicado ni 5 minutos a verificar en Google o Chatgpt si ello es verdad.
Más frecuente que lo anterior es el reduccionismo, incluso entre personas que están entre las más bondadosas. Consiste en creer que una maldad concreta es más pequeña de lo que realmente es, comprimiendo su tamaño como quien desinfla un globo.
Por ejemplo, me ha sucedido que he compartido información clara sobre las crueldades que se comenten con animales en granjas industriales, como mutilaciones sin anestesia, maltrato físico o forma de vida miserable desde que nacen hasta que mueren. Tras ello y aportar cifras astronómicas sobre el número de víctimas (BILLONES con B en unas décadas), el que recibe esos datos piensa que no es para tanto a pesar de que los datos objetivos demuestran claramente lo contrario.
El motivo de esa banalización es que nuestro cerebro tiende a engañarnos, pues está orientado a satisfacer egoístamente nuestras necesidades y deseos y las de nuestros seres queridos y grupos, que son extensión de nosotros mismos. Cuando nos conviene el status quo actual, nuestra mente tiende a decirnos que ya está bien así y a no procesar la información que le llega sobre supuestos abusos o a no hacerlo bien, relativizándolos para poder desempatizar y así poder seguir disfrutando del orden establecido injusto pero que nos beneficia.
Pero si la víctima de ese mismo atropello fuese él mismo, sus hijos o su tribu rápidamente lo procesaría (posiblemente en cuestión de segundos) y se daría cuenta de lo que está sucediendo, tal vez incluso maximizándolo, porque en este caso le beneficia hacerlo. Es decir, nuestra mente hace más grande o más pequeño el acordeón según lo que convenga a nuestros intereses y los de los nuestros.
No hagamos caso a los engaños de nuestro cerebro, ya que es muy parcial en beneficio de las conveniencias egoístas para uno mismo y sus extensiones, a costa de otros. Y sobre todo porque eso nos lleva a ponernos de perfil frente a la injusticia, a mirar hacia otro lado en vez de verla de frente y hacer algo para impedirla.
Si a todo lo anterior le añadimos el efecto rebaño (la sociedad de la que formo parte ve esos daños a inocentes como algo normal), la tradición (desde que nací siempre he visto esa práctica cruel como algo correcto), así como losdogmatismos, doctrinas yreligionesdañinas, el cóctel perfecto está servido para la minimización de los abusos y, en consecuencia, para la complicidadcon la victimización.